Son malos tiempos para el derroche. Nunca fueron buenos, pero ahora lo son menos que antes con una guerra a las puertas de Europa que ha disparado los precios del gas y el gasoil con los que se alimentan las calderas de nuestras casas; los precios de la electricidad ya disparatados que nos hace temblar cada vez que ponemos la lavadora; los de una crisis climática que tiene contra las cuerdas a los combustibles fósiles, pero no acaba de acometer una transición energética sin dejar por el camino a empobrecidos perdedores.